lunes, 16 de junio de 2014

¿Podremos?






Está situada a pocos metros del balcón de mi casa y esa cercanía física hace inevitable el no ser participe como oyente privilegiado en las pesadas noches del estío mediterráneo, de los sesudos debates que allí se dan. Se trata de la ONG más antigua que se conoce e incluso me atrevería a afirmar, con mal disimulado orgullo, que es la única de la que los españoles hemos sido precursores mundiales: los bares de barrio. 
 
Esa curiosa organización no gubernamental que acoge a todos aquellos que tuvieron la mala fortuna –una desgracia como otra cualquiera– de tragarse un tenedor siendo niños, circunstancia que les ha impedido doblar el lomo ya de por vida; pero que sin embargo con pertinaz constancia, ocupan una jornada laboral completa con sus horas extras correspondientes las terracitas en la calle, dejando, como testimonio de fidelidad, las mesas abarrotadas de quintos de Mahou. Son reconocibles en cada barrio por características comunes, a saber: el local tiene más mierda que el palo un gallinero, no sirven tapas, ni menú, ni siquiera un triste bocadillo de mortadela; si pides una cerveza, el maitre te la largará cogida por el cuello y de aquesta guisa te la tendrás que apretar (no esperes un vaso porque normalmente no existen y si lo hubiera, casi mejor volver al cuello de la botella); su horario de cierre es flexible, suele depender de lo que cueste echar a la distinguida clientela, aunque como norma siempre coincide con lo que tarde un vecino en llamar a la municipal en los barrios altos o en amenazar con bajar con un palo, en los barrios como el mío. 
 
Pero el principal elemento común son los parroquianos. Varían las caras, pero nunca las expresiones de éstas, ni por supuesto, los debates. A veces, escuchándolos, uno piensa que en cualquier momento como en La Colmena, darán la vuelta a los mármoles de las mesas y descubrirán con estupor que hay convidados ya fenecidos. 

Hace unas pocas lunas la tertulia literaria derivó, con el peligro que eso lleva aparejado en tierra española, hacia la política. Las voces fueron tornándose gruesas, tanto que pensé que estaba llegando el momento de preparar la cámara y conseguir un video “tredin topic”  de esos, con tipos esposados, vecinas en bata que lo han visto todo y bulto tapado con sábana. Pero no fue así. Y no fue así porque uno de los sénecas pronunció la palabra mágica: Podemos. 
 
Fue decir “Podemos” y el orden natural de las cosas quedó restablecido, el quórum llegó a las lápidas giradas de mármol, atestadas de cadáveres de quintos, y las sonrisas de complacencia entre parroquianos invitaron al más audaz a gritarle al chino que responde como titular del Bar el Maño, “¡¡otra ronda Lin Chun!!”. El efecto Podemos va a ser como un tsunami en una sociedad que ya identifica bipartidismo con corrupción. Y este es el verdadero peligro y no aquello de “que vienen los rojos”, porque esta simbiosis pone a salvo nuevamente al Sistema. Los líderes de este neomarxismo pregonan a los cuatro vientos que la solución a todos los problemas pasa por “más democracia”,  cuando precisamente el padre y la madre de la corrupción son el sistema parlamentario liberal. 

El discurso de Podemos es manifiestamente ambiguo; pero al menos tienen uno, cosa que no es capaz de decir ninguno de los partidos políticos, ni mayoritarios ni minoritarios. Todos los partidos se caracterizan por un nexo común, no tienen discurso sino programas electorales. Podemos ha sabido estar en el lugar preciso –la calle– en el momento oportuno. Y ha escuchado la voz de esa calle, recogiendo el descontento del pueblo en un manifiesto y ahora, siguiendo los viejos dictados trotskistas, lo está sabiendo instrumentalizar. La ambigüedad que citábamos de su discurso se convierte en la correa de transmisión de una cosechadora de votos; donde toda la zurda, desde un socialdemócrata hasta un anarquista, pasando por un comunista radical, se encuentra cómodo depositando esa papeleta en la urna. 

El órdago es de tal calibre para el partido de Pablo Iglesias “el viejo” que, hasta el incombustible Rubalcaba ha hecho las maletas y pronto se sentará en el consejo de administración de alguna compañía eléctrica. En cambio, a los fieles seguidores del partido de Bárcenas les resulta indigerible que haya sido la cadena mediática “orgullosa de ser de derechas” la que haya lanzado al estrellato a Pablo Iglesias “el joven”. Qué bonita es la inocencia. La jugada ¿maestra? de la dirección de Génova será agitar ante su electorado indeciso la bandera del miedo al nuevo Frente Popular, pensando así fidelizar algún millón de votantes. Veremos si no le sale el tiro por la culata porque, como decíamos anteriormente, el fenómeno Podemos va camino de convertirse en el tsunami de una sociedad que está hasta el pirri de su casta política y posiblemente acabe arrastrando incluso a sus mentores de primera hora. 

Nosotros, los buenos, los que nadie escucha, los que apretamos el paso a la gente cuando abrimos la boca, no hemos sabido estar a la altura de las circunstancias hasta aquí; no por falta de tesón ni de esfuerzo. Ni de corazón. Pero es un hecho incuestionable que no hemos dado con la tecla para soslayar la enorme brecha que nos separa de la sociedad española contemporánea. Sin embargo se nos abre un atisbo de esperanza ante la nueva situación que se va a producir tras el fin del bipartidismo. Para ello hemos de entrar definitivamente en el siglo XXI, articular un discurso que ponga de manifiesto tanto las contradicciones de Podemos como la quiebra del sistema. 
 
Unos pocos días antes del triunfo electoral de la Lepena, su partido había realizado un acto de homenaje a Robert Brasillach y no pasó nada, ganó las elecciones igualmente. El proyecto político del Front es actual. Tratar la historia como historia, reconocernos como herederos de ésta y mantener dignamente la memoria de nuestros primeros, no debe estar reñido con un mensaje actualizado, claro, sencillo y ajustado a los problemas reales de España para este siglo. 

Cimentar sobre veintitantos puntos es un grave error que llevamos pagando demasiado tiempo. Los discursos que ganan elecciones hablan de futuro, no del pasado. Ganar ese futuro puede estar en nuestras manos, de lo contario corremos el riesgo de ser definitivamente los nombres escritos bajo las mesas de mármol del Café Gijón. Y eso, sí que no lo merece la sangre de nuestros caídos.
 
LARREA

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